La libertad también cansa
Con los ojos cerrados agarrá un libro de historia; casi con seguridad vas a encontrarte con que la libertad siempre fue algo sumamente deseado por los seres humanos. A lo largo de la historia se luchó —y se sigue luchando— para conquistarla. En muchos lugares la gente arriesga su vida para ser libre. Pero cuando uno baja esa idea a lo cotidiano, a la vida concreta de todos los días, la cosa se pone más compleja.
El jueves fui a una charla para inmobiliarios con el economista Pablo Viti. No fue una de esas charlas motivacionales que repiten eslóganes vacíos. Al contrario, fue honesta, concreta. Se habló de vínculos, de empatía, de escuchar. Pero entre líneas, lo que me quedó resonando fue algo que no se dijo explícitamente: la libertad. Esa libertad que tiene el que trabaja de forma independiente, que diseña su agenda, elige sus proyectos, decide con quién trabajar. Libertad total. Y sin embargo, no siempre fácil de llevar.
Cuando se trabaja en relación de dependencia, aunque tenga mil cosas para criticar, hay algo que queda claro: alguien te marca el ritmo. El tiempo está organizado. Cuando se trabaja por cuenta propia, esa libertad que tanto se valora puede volverse una mochila. Porque cada día hay que inventarse la estructura desde cero. Todo depende de uno mismo. No hay jefe, ni horarios, ni límites claros. Hay que empujarse solo.
Y a eso se suma algo todavía más difícil: la paciencia. Porque muchas veces los resultados tardan en llegar. Pueden pasar semanas, incluso meses, hasta que un proyecto empieza a dar frutos. Mientras tanto, hay que seguir trabajando, seguir apostando, seguir creyendo. Y eso, incluso más que la falta de estructura, desgasta. La libertad no solo exige organización y disciplina, exige también resistencia emocional. Sostenerse cuando no hay aplausos ni resultados visibles es una de las partes dolorosas del camino.
La libertad vista desde lejos parece cómoda. Vista desde adentro, muchas veces es una carga.
Un ejemplo típico se ve en lo más simple: decidir qué cenar. A veces, una persona le pregunta a otra qué le gustaría comer esa noche. Y la respuesta suele ser: "Lo que vos quieras, me da igual". Pero esa aparente concesión de libertad muchas veces termina en frustración: "Me rompe los huevos que no decidas!". Porque claro, delegar la elección también puede ser una forma de esquivar la responsabilidad. La libertad de elegir, si no se ejerce, se vuelve una carga para el otro.
No voy nunca al centro, pero hace poco tuve que atravesarlo y me llamó la atención algo simple. En las veredas, cuando hay mucha gente, todo fluye: uno camina al ritmo de la masa, se deja llevar, y avanza sin pensar. Pero basta con querer frenar, cambiar de rumbo o mirar una vidriera para que todo se vuelva incómodo. La libertad de moverse distinto al resto tiene su precio.
Pasa en lo personal, y también en lo social. Todos hablamos de libertad, pero en el fondo, muchos buscamos marcos, estructuras, reglas mínimas que nos contengan. Por eso aparecen tantos gurús, influencers, métodos, agendas, sistemas. Aunque digamos que queremos decidir, también buscamos a alguien que nos diga cómo decidir. Por eso es común que uno tienda a ver siempre los mismos canales, porque el cerebro prefiere estar alineado a una manera de pensar, sin sentirse interpelado por otras voces que pudieran estar diciendo lo contrario.
Y eso se nota también en lo político. En una democracia todos tenemos voz y voto. Suena perfecto. Pero cuando cada uno tira para su lado, sin acuerdos mínimos, la libertad avanza y se convierte en agobio. La libertad sin puntos de encuentro no une, divide. Ojo con eso.
Adieu!