Felices días

Felices Días fueron los que pasamos hace unos veinticinco años atrás.

Pablo y yo eramos vecinos, amigos y socios en este emprendimiento cultural. Las tardes en City Bell pasaban sutiles entre palabras y notas musicales que se mezclaban antojadizas.

A Pablo le gustaba escucharme tocar la guitarra, me decía: -“tocate algo, dale, pero tocá fuerte, lo más fuerte que puedas”. También pasábamos horas leyendo cuentos y poesías, supongo que ha de ser por eso que hice de las letras mi pasatiempo favorito y profesión. Leíamos y leíamos. Para armar este repertorio buscamos textos de todas las latitudes, pero siempre era Pablo quien terminaba eligiendo los finalistas. Y acaso la música también: una vez seleccionado el poema, él proponía: “¿qué te parece una melodía que haga ting tong ting clan clan claaan?”, tarareando mal y desafinado. Luego yo le sugería alguna canción e intentábamos amalgamar las cosas. Todo fluía, y cuando la cosa no funcionaba nos peleábamos hasta el día siguiente como un conjuro para que así saliera bien. -“Me voy a dormir hasta que todo se solucione”, me decía con su exquisito sentido del humor.

El proyecto de grabar estas poesías apareció espontáneamente. Estabamos cansados de grabar con mal sonido en mi casetera portátil gris, así que buscamos en el diário algún estudio de grabación y pedimos un turno. Nunca ensayé tanto en mi vida, ni Pablo tampoco. El leía y yo tocaba, pero a veces me hacía leer a mí porque decía que no soportaba más escucharse a sí mismo. El día de la grabación fue fantástico; teníamos turno para las 13:00 hrs me acuerdo, así que nos juntamos a las diez de la mañana en la puerta del estudio para ensayar hasta último momento. Pablo estaba leyendo muy mal, se trababa demasiado, y la voz no le salía como pretendía, pero me decía que estaba contento porque eso acaso era un presagio de que a la hora de grabar todo saldría a la perfección.

A las 13:00 en punto entramos a la sala. Eramos Lennon y Mc Cartney. Pablo tenía una sonrisa que no se la sacabas ni tirándole del pelo. Era una habitación cómoda, llena de instrumentos musicales, cortinas, y paneles sobre las paredes para “apagar el sonido” según nos explicaron. Un micrófono cada uno, y detrás de un vidrio estaba el operador que nos marcaba las entradas en cada tema. Pablo estaba sentado al lado mío, y en un banquito de costado estaba la pila de libros que contenían las poesías que habría de leer. Yo había cambiado las cuerdas de la guitarra hacía poco tiempo, y estaba un poco molesto porque las oía “rebotar” y sonaba como “sucio”. -“Dejate de joder con eso, suena perfecto”, me decía.

El primer intento que hicimos resultó muy malo. El leyó el texto a mil por hora y yo parecía que estaba tocando la musiquita de Benny Hill. Muy rápido todo. “Vamos de nuevo!”, dijimos al unísono. A partir del segundo intento todo fué mágico, soñado, las entradas y finales de cada tema salieron tal y como las habíamos practicado. Pablo estaba radiante de contento, y yo disfruté muchísimo cuando el sonidista nos dijo que habíamos hecho un excelente trabajo. Le pagamos y nos fuimos.

Lo único malo de la experiencia fue que nos dieron solo una copia de la producción, así que pasamos varios días discutiendo sobre quien debía quedarse con el cassette: el decía que era yo, y yo quería que lo guarde él. Final y afortunadamente, para él, la cinta la guardé yo, y hoy, mas de veinte años de tecnología después, me animo a escucharla y a recordar los felices días que pasamos juntos.

Te extraño, querido amigo, te guardo en mi corazón.

                                                                                       *A la memoria de Pablo Andrés Ohde (1970-2012)

Para seguir leyendo...

Impronta

Muerte por mil cortes

El valor real de las cosas

Solitud

Ideas para sacarle la ficha a alguien

El salto