Ajuste alzado

 Qué bronca me daban las frases “querés quedar bien con todos” o “sos un boludo útil”. No sé si me jodían tanto por lo verdaderas que eran o porque me negaba rotundamente a reconocer que yo era así.

Pero bueno, ¿alguna vez te molestó que te digan que sos de complacer demasiado a los demás? ¿O que simplemente sos alguien con empatía, con buen corazón, y con cierta debilidad por las personas que la pasan mal?

Si es así, te entiendo. A mí me costó un montón darme cuenta (o admitir, mejor dicho) que durante toda la secundaria y parte de la facultad fui un flor de pelotudo. Y lo peor es que recién me cayó la ficha en una de esas tantas tardes en las que manejaba para llevar a una amiga “muy cercana” de vuelta a su casa. Sí, otra vez. Y digo amiga entre comillas porque -bien lo estás suponiendo- yo quería algo más que su amistad. Me gustaba, me atraía. Y eso también fue parte del problema: ese deseo me hizo justificar un montón de actitudes de mierda de su parte, como si el premio por la paciencia fuera que algún día pudiera lograr mi cometido.

Siempre me dio un poco de lástima por las cosas que contaba de su pasado y por lo que decía que le seguía pasando. Aunque, con el tiempo, empecé a sospechar que algunas eran exageradas o directamente inventadas. Podría escribir otro texto entero sobre lo ingenuo que fui y lo mucho que idealicé a personas que no lo merecían (pero eso quedará para otro momento). El punto es que había algo en ella, una mezcla de dulzura, simpatía y esa cosa de “necesitar contención” que me mantenía ahí, enganchado, justificando cosas que no estaban bien.

Así que una mañana ahí estaba yo, manejando como un gil, siendo su chofer oficial desde hacía años. Íbamos charlando como siempre, cuando en un momento, sin aviso, me dice con total naturalidad: “Sos un pusilánime”. Así, de la nada. Me quedé duro. Tardé unos minutos en procesar lo que acababa de decir. Fue un baldazo de agua fría. Pero al mismo tiempo sentí que algo en mí se rompía, porque supuse que era eso lo que pensaba de mí… y probablemente desde hacía mucho tiempo.

En ese momento empecé a acordarme de un montón de situaciones, no solo los viajes y los desvíos para dejarla en su casa —porque claro, siempre terminaba adaptando mis horarios a los suyos—, sino también todo el tiempo, la energía, la atención y la validación que le di. Todas las veces que dudé de su relato y, aun así, le creí. Las actitudes pasivo-agresivas, los comentarios envenenados disfrazados de chistes o ternura. Todo me empezaba a cerrar.

Ella sabía perfectamente que yo era fácil de manejar… y se aprovechó.

Yo, por alzado, le abrí la puerta para que me pisoteara, simplemente porque me gustaba. Porque la veía como alguien especial. Y todo lo que salía de su boca me sonaba suave, inofensivo. Me seducía su fachada de ternura, pero por dentro había una manipulación constante. Me acostumbré a caminar sobre cáscaras de huevo, mientras ella usaba su salud mental como escudo para cualquier cosa. Cada vez que algo se volvía incómodo, sacaba esa carta.

Desde ese momento empecé a cerrarme, a poner distancia. Me alejé todo lo que pude para empezar a reconstruirme. Y a partir de ahí, me replanteé todos mis vínculos. Me sentía usado, expuesto, dolido. Pero decidí poner nuevos límites, nuevos estándares, no solo para las amistades, sino para cualquier relación.

Por supuesto hace años que no hablamos. No nos escribimos, no nos vemos, y sobra decir que apenas si pude darle unos besos, pero… ¿alcanzás a ver la moraleja? Aunque en su momento me costó tragarme el ego, hoy agradezco haber pasado por ahí. Me da algo de fiaca resumirlo, pero lo que sí puedo decirte es que desde aquella piba nunca más me vendí barato. Nunca más hice de chofer (gratis) y siempre hice lo posible por no confundir calentura con cariño, ni lástima con amor.


Adieu!