El invierno tan temido
Ahh, junio… qué mes tan extraño sos. El frío ya no se esquiva: traspasa las ventanas, se cuela por las rodillas y te obliga a recogerte, a acurrucarte, a bajar el ritmo. Las mañanas son grises, el sol sale tarde y se va temprano, como si también tuviera ganas de quedarse en la cama.
Los árboles están quietos, como tristes y, si acaso fuera poco, llega el hombre con sus podas. Es brutal ver cómo las ramas caen, una tras otra, cortadas con precisión pero sin piedad. Lo que hasta hace poco era verde y lleno de vida, deja esqueletos pelados, vulnerables. Hay algo en junio que me duele, que me enfrenta con esa parte de la vida que prefiero no mirar: la del soltar, la del perder, la del prepararse para el invierno más temido.
Camino por la calle y veo hojas secas mezcladas con ramas recién cortadas, como si la naturaleza estuviera diciendo “dejenme de joder”. Y sin embargo, en esa tristeza hay una sinceridad brutal. Junio no finge. Junio te muestra lo que es: frío real, sin caretas.
Llego a casa y el fuego me salva. Una sopa caliente, la estufa bien encendida, una charla que me abriga. En este mes de podas y ramas desnudas, me aferro a lo esencial, a lo que queda cuando se corta todo lo demás.
Ay, junio… ¡me cansás!, me llenás de silencio, de inflexión, de una melancolía que no sé disimular.
Árbol querido, protector… las ramas te duelen pero te las arranco igual.