Todavía acá, intentándolo.
El sábado me desperté a la mañana con un montón de “qué pasaría si…” girando en la cabeza. Es increíble cómo la mente empieza a sobrepensar apenas abrís los ojos, ¿no? Pero bueno, me dije a mí mismo: “Tenés que seguir. Otra no hay.”
Me lavé los dientes, me puse lo primero que encontré tirado por ahí, y me preparé unos mates rápido. Boludié un toque por las redes, leí dos páginas de un libro, barrí el piso, lavé los vidrios y, a punto estaba ya por deprimirme cuando decidí telefonear a un amigo. Hoy en día, hasta para hablar tenemos que coordinar horarios. ¿En qué momento nos volvimos tan ocupados? En la secundaria, aparecíamos en la casa del otro y listo!.
Finalmente, atendió, y la verdad es que ni hablamos de nada profundo. Charlamos de pavadas: cosas que pasaron en la semana, anécdotas tontas del día a día y un poquito de política. Fue tranquilo. Sin presión, solo estar ahí, aunque sea a través del teléfono.
Y tal vez ese sea el punto, ¿viste? Estar. Aparecer. Aunque todo sea un poco desordenado o no perfecto. No se trata de tener todo resuelto ni de volver a ser quien eras antes. Es más como decir: “Acá estoy, sigo intentando.” Y eso, ya es suficiente.
Así que sí, no pares. No porque tengas que demostrarle algo a alguien, sino porque algún día vas a mirar para atrás y ver hasta dónde llegaste. Y en ese momento te vas a sentir orgulloso. No porque todo salió perfecto, sino porque no dejaste de avanzar.
Adieu!