Ideas para salir de un laberinto

 Teseo era un príncipe. Hijo de Egeo, rey de Atenas. Criado entre las certezas que ofrecen los palacios, entre las voces que repiten sin cesar lo que uno debe ser: valiente, fuerte, ejemplar. Pero nadie le enseña a un príncipe qué hacer con el silencio, ni con el miedo que aparece cuando los pasillos se repiten idénticos y uno ya no distingue si avanza o si vuelve sobre sus pasos.

Cierto día, Teseo estaba luchando pero no en un campo de batalla, sino en el corazón de un laberinto. Nadie lo había obligado a entrar. Fue él quien lo eligió, con esa mezcla de orgullo y desesperación que empuja a los hombres hacia sus propios abismos. Lo hizo para enfrentarse al Minotauro, pero también (y aunque no lo supiera) para enfrentarse a sí mismo. Porque toda hazaña externa es apenas un reflejo menor de la que pasa por dentro.


Derrotar al monstruo no fue más que un acto físico. Violento, pero controlado. El verdadero horror vino después. El silencio, la desorientación, esa geometría sin sentido que convierte al tiempo en una espiral absurda. En ese lugar no había enemigos visibles, solo la amenaza de perderse para siempre o algo peor: de olvidarse.


Pero vino Ariadna, la hija del enemigo, y se le acercó despacito. No le dio una espada ni una estrategia, le entregó un carretel de hilo. Teseo lo ató en la entrada y fue marcando el camino, paso a paso, sin saber si iba a funcionar.


¡Y claro que funcionó! 


Pero qué fácil es sentirse perdido en el propio laberinto... Confundidos, desorientados, creyendo que estamos solos. Y a veces el hilo está ahí, cerca; en una charla, en una idea, en algo que nos ancla. Y otras veces no queda otra que inventarlo y reinventarlo, de la nada. 


Y salir cuesta, porque la salida no se encuentra, se construye. Lo loco es que ese hilo nunca te lleva de vuelta a donde estabas. Te lleva a un lugar nuevo. Te pone a salvo, pero en un punto al que nunca habrías llegado si no te hubieras perdido primero.



Adieu!