Las dos flechas
Casi siempre me veo tentado a esperar ese momento — que siempre parece estar a la vuelta de la esquina — en el que mi vida finalmente será el oasis tranquilo, creativo, ordenado y equilibrado que siempre imaginé.
Es un lugar donde no es necesario andar lidiando con las personas, los contratos, los impuestos, la inflación, y toda la infinita cantidad de problemas de la vida. Es un lugar donde no me fastidio por hablar con representantes de servicio al cliente, la casa está limpia, los vidrios no tienen huellas, no tengo dolores, y tengo tiempo para escribir, leer, jugar al golf, ir a la plaza con Felipe y practicar algo nuevo; yo qué sé. Sorprendentemente, ni siquiera haber atravesado una pandemia global logró quitarme una idea obvia: no importa lo que haga, ese día nunca llegará.
En verdad, me avergüenza lo frecuentemente que me permito sumergirme en la infantilidad de esa creencia. Cuántas veces resisto esta realidad inamovible tratando de superarla y organizarme mejor que lo que el universo tiene preparado para mí. A lo largo de los años fui probando todo tipo de maneras para evitar la verdad de que mi vida — y de hecho la vida misma — nunca será perfecta. A veces, incluso me deprimí bastante en ese proceso.
Recientemente, sin embargo, el universo me ha dado tantos incendios simultáneos que apagar que no tuve más remedio que rendirme y decir: Okay, entiendo el maldito punto. Por doloroso que sea hay que dejar de intentar superarlo todo. Estoy, sin embargo, tratando de abrazar dos ideas como alternativa. Al principio parecen contradictorias, pero de hecho coexisten bastante bien. La primera: la vida es sufrimiento y no hay excepción. La segunda: la alegría futura está por venir.
En cuanto a la primera verdad, hay un concepto relativo al sufrimiento ampliamente explicado por los Estoicos (creo que ya hablamos de eso), pero que también es explicado por los budistas y se lo conoce por algo así como las “dos flechas”. Hay dos flechas: una es obligatoria mientras que la otra es opcional. La primera flecha es simplemente el dolor mismo. Todo ser humano, sin importar sus privilegios, tendrá que enfrentar un nivel básico de dolor existencial como condición de estar vivo (el budismo es muy jodón) Pero la segunda flecha es una elección: es tu resistencia a la primera.
Hoy por ejemplo fue uno de esos días que te hacen pensar que algún dios tecnológico se levantó de mal humor. Primero, mi impresora decidió jugar a "¿quién se descompone primero?" justo cuando necesitaba imprimir algo superimportante. Intenté de todo: reiniciar, golpearla, insultarla y hasta hablarle bonito y amorosamente, pero nada, ahí se clavó. Estaba a punto de iniciar un ritual de exorcismo cuando me di cuenta de que lo único que lograría con eso sería seguir perdiendo el tiempo.
O Imaginate que estás volviendo de las vacaciones, y que cuando estás a punto de llegar a tu casa te comés un piquete de dos horas y media en la autopista. Sí o sí vas a tener que clavarte en el embotellamiento (la primera flecha), pero no tenés que pasarte las dos horas sintiéndote ansioso, molesto y peleándote con tu pareja por eso (la segunda flecha). Podés simplemente aceptarlo y esperar a que se libere. Desde hace unos años, cada vez que la vida me da un atasco de tráfico proverbial, agarro la primer flecha y me preparo para clavarla dramáticamente en el medio de mi corazón. Y a veces, aunque no siempre, recuerdo que hacerlo es una elección. Así que la dejo, cuento hasta diez y trato de relajarme hasta la venida del próximo flechazo.
Simplemente aceptando que, cada tanto, debo soportar algún nivel de garrón como ese, por mundano que sea, me siento mejor al instante.
La segunda idea — la alegría futura está por venir — la tengo en mente por Three little birds, esa canción de Bob Marley que siempre me gustó tararear que dice “Don't worry about a thing, 'cause every little thing gonna be alright”, onda “no te calentés por nada, porque todo va a estar bien”. Me acuerdo que en medio de la pandemia la escuchaba a cada rato como si fuera un mantra y tomé esa frase para significar la alegría prosaica y cotidiana que la vida tiene para ofrecer.
La alegría está llegando todos los días, todo el tiempo: en el olor de la lavanda que plantaste la semana pasada, el sonido de un piano que sale de la casa de una vecina octogenaria, un café caliente con leche + chocolate, canela y dos churros el día más frío del año, levantar la cara al sol después de terminar de llamar a Mercadopago por millonésima vez porque alguien robó tu número de cuenta. Está en el olor del cuello de tu novia o novio, comer el sánguche de bondiola, parmesano y rúcula que hacen en la panadería, o leer una frase hermosa justo antes de abrir un correo para enterarte cuánto más dinero le debes a Mastercard por haber pagado fuera de término.
Estas cosas no son frivolidades sin sentido solo disponibles para personas privilegiadas, son las bocanadas de aire que te merecés antes de volver a sumergirte nuevamente bajo el agua. No podés evitarlas, las necesitas para que te duren hasta la próxima inhalación. De hecho, creo que es imperativo que organices tu vida de manera que tengas tiempo para notarlas y disfrutarlas.
La vida es sufrimiento y no hay excepción, pero la alegría futura está por venir. Creo que el truco no es ver estas dos verdades en oposición, sino como una tensión divina que hace que la ridícula elección de ser un humano consciente tenga sentido.
No importa quién seas, no podrás evitar el torbellino, pero tampoco podrás ignorar la alegría que trae la calma. La única respuesta racional es sentir compasión por vos mismo y por los demás a causa de la primera flecha, y disfrutar tanto como puedas de la segunda.
Adieu!
pd, una cosa más: acordate de intentar sacarle una moraleja a cada huevada que te pasa.