Cómo sobrevivir a una caída
“Ícaro rió mientras caía, porque sabía que caer significaba haber volado.”
Recuerdo quedarme mirando a la nada después de leer la historia de Ícaro. Me desarma pensar que no haya rastro de miedo en él mientras se precipita hacia el mar furioso. ¿Cómo puede alguien, frente a frente con la muerte, abrazarla como si estuviera entrando a un lugar prometido? ¿Habrá sido su risa la última melodía, perdiéndose en el cielo antes del final? Tal vez no temía al vacío porque ya había probado lo desconocido. Porque por un instante tocó el cielo, y nada por debajo de eso podía compararse.
¿No es trágicamente hermoso pensar que no cayó en desgracia, sino que simplemente cayó, después de sentir la libertad y el calor que siempre había buscado?
Y al pensarlo así, al repasar mi vida y cada decisión tomada, aparece un deseo silencioso, casi desesperado: que quizá, algún día, yo también pueda ser él.
Que, como Ícaro, pueda elevarme más allá de los muros que yo mismo levanté. Vivir sin miedo, aun con las miradas atentas y los murmullos detrás. Que pueda abrazar la incertidumbre sin pedir permiso, soltando las cadenas de la duda que tantas veces me frenaron. Que, como Ícaro, entienda que caer no define el valor de una vida, que los errores no cancelan la dignidad de existir. Y que al buscar el cielo en nombre de la libertad, encuentre el coraje para salir de la cárcel construida por mis propios temores.
La caída de Ícaro nunca fue solo un mito para mí: fue un espejo. Si alguien me preguntara por una historia que me atraviesa, diría la suya sin dudar. Y si preguntaran más hondo, hablaría de un chabón que quiso algo más grande de lo que el mundo le permitía. Cayó y se hizo bien torta, pero antes voló. Y a veces, vivir plenamente implica arriesgarse una
y otra
y otra
y otra vez
a
la caída.
Oh, Ícaro, pequeño pájaro con huevos de dinosaurio… ojalá algún día me anime a ser como vos.