El peso liviano de no querer ser

Hago como que me importa. Lo justo para que no me hagan demasiadas preguntas. Lo suficiente para que nadie mire de cerca.

Porque si miraran de verdad, podrían ver las grietas que llevo años tapando: esas partes que estoy demasiado cansado para arreglar, y otras que ni siquiera sé si vale la pena reparar.

Es como usar una máscara que encaja lo justo para pasar desapercibido. Ni demasiado ajustada ni demasiado floja. Lo bastante cómoda para que nadie pregunte por qué está ahí… pero lo bastante cerca para sentir cada respiración atrapada adentro.

Muchos parecen haber nacido para mostrar a viva voz lo mucho que les importa todo, desde crisis económicas hasta las ruedas de Colapinto, como si eso fuera lo único que importara.

Yo miro desde afuera, sin entender de dónde sacan tanta energía, y cómo el mundo premia esa “preocupación”. Yo no la tengo. Nunca la tuve. A veces pienso que soy raro por no sentirme más involucrado, pero la mayor parte del tiempo me alegra no ser de los que gritan para sentirse reales.

Aunque no siempre fue así.

Hubo un tiempo en que creí que ser honesto —honesto de verdad— era la única forma de ser genuino. Y que la gente lo iba a valorar.

Cuando no te sale naturalmente “importarte” como a los demás, la honestidad se convierte en tu única herramienta. Pero ni eso funcionó como esperaba.

Una vez alguien me dijo: “ehhh! demasiada información!!!”, solo porque respondí un “¿Cómo estás?” con más precisión de la que esperaban. Aparentemente, la sinceridad pesa si no la maquillás. Si no la contás entre risas o la disfrazás de enseñanza, se vuelve una carga. Lo llamaron “descarga emocional”.

Ahí empecé a guardarme cosas. No de golpe, sino de a poco. Probando el terreno: qué provoca reacción, qué deja la sala en silencio. Empecé a ensayar versiones más suaves de la verdad, como limar algo filoso antes de pasarlo. No para protegerlos, sino para protegerme del ruido incómodo de su silencio.

La honestidad excesiva, la opinión profunda, se paga caro. No siempre con rechazo abierto, sino con gestos: la charla que se corta, la mirada que se aparta, el trato como si fueras un cable pelado que no saben tocar.

Y tu capacidad de importarte se desgasta sin que lo notes. No porque quieras, sino porque aprendés que es más seguro que te importe menos, para no gastar energía siendo “demasiado real” en un mundo que no sabe qué hacer con eso.

Me han dicho “abríte más”, pero en cuanto decís algo demasiado real, el ambiente se tensa. La gente no quiere la verdad, quiere una versión editada: problemas con remate gracioso, tristeza con moraleja. Nunca la parte cruda.

Y así terminé siendo alguien de respuestas medidas, asentimientos educados y frases recicladas. Mezclándome lo justo para que no sea tan difícil estar conmigo.

Contesto “sí, tal cual” a cosas que ni registré, “JAJAJA” a historias que no me causaron gracia, leo noticias sobre Medio Oriente, que realmente me chupan un huevo, para después poder decir algo vago en charlas de grupo.

Ese es el tipo de “importarles” que la gente tolera. Rápido, superficial.

Yo nunca fui de importarme como ellos, pero decirlo en voz alta me condenaría. Así que, por un poco de aceptación frágil, sigo con la farsa. Copiando la forma de las cosas.

Y estoy cansado. No del cansancio que se arregla boludeando un finde, sino de ese que se mete en los huesos. El que te deja callado no porque no tengas nada que decir, sino porque ya sabés cómo van a responder… y no te queda energía para atravesar eso otra vez.

Y no hay moraleja, muchachos, solo este zumbido frío y constante de existir, de sobrevivir.

No sé si eso es vivir, o si ese es el sentido de todo esto. Ni siquiera sé si estoy jugando el juego correcto.

Pero acá estoy. Aún pasando desapercibido. Todavía sin que me vean como un problema.

Y quizás esta sea una de las poquísimas victorias que podría adjudicarme: 

que no se me vea tan roto.


Hasta la próxima!