La suma de los demás

 Muchos de mis gestos no nacieron conmigo, se me fueron pegando sin darme cuenta. No registramos cuánto de lo que somos está hecho de otros. La forma en que sostengo el mate, por ejemplo, viene de un jefe que tuve hace años, cuyo ritual observaba cada mañana con una atención casi devota. Y esa costumbre de subrayar palabras sueltas y no frases completas nació de mi profe de guion cinematográfico a quien admiré por su velocidad para analizar los textos. 

Incluso esta risa más libre que tengo ahora viene probablemente del día en que un maestro de la escuelita me mostró que reír fuerte no era exagerado. Y cuando uno se anima, suele liberar a los demás también.

No somos del todo nuestros. Somos una mezcla rara de quienes nos amaron, nos hirieron o simplemente caminaron cerca por un tramo. 

Siempre me acuerdo de una profesora que insistía en que yo podía más. A veces me dan ganas de volver a la facu para contarle que no pude más, pero que igualmente tuve una vida feliz. También pienso en un chico de pelo largo y rubio con el que compartí un solo verano y que me enseñó a hablarle a las mujeres sin ponerme rojo como una frutilla. Esas lecciones breves que terminan quedándose para siempre.

Incluso un extraño puede dejarnos algo: una vez, un tipo me cedió su asiento en el micro porque probablemente notó lo cansado que venía. Yo era joven y vital, y todavía me pregunto porqué lo hizo, pero esa amabilidad, aún ahora y por algún motivo, sigue viajando conmigo. Y junto a esos gestos, cargamos contradicciones que son individuales y compartidas a la vez: recuerdos que quiero proteger conviven con los que querría soltar, los consejos de mis viejos se mezclan con errores que evidentemente me encanta repetir, la suavidad de haber sido querido convive con marcas que seguramente anden dando vueltas por ahí.

A veces me pregunto qué parte de mí es realmente mía y cuánto está prestado o heredado. Nadie se construye en soledad. Somos los “buen día!” que alguna vez esperamos, las playlists que un amigo preparó, las veces que alguien nos mandó un mensajito para asegurarse de que llegáramos bien. Y también soy —somos— cada uno de esos gestos diminutos que hicieron lugar en nosotros sin pedir permiso.

Cada persona que nos tocó sigue ahí, en cómo contamos una historia, en expresiones que repetimos sin pensarlo, en la forma en que intentamos sostener a alguien que se siente perdido porque alguna vez lo estuvimos nosotros también. Me gusta creer que también estoy un poco en alguien que me haya cruzado en su camino, y que si le tiembla la pera cuando tiene que hablar en público, si hace chistes chabacanos o si piensa mucho y cuando tiene que hablar dice una pelotudez… jejeje… 

le mando un saludo compasivo.


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