Ideas para sobrellevar un naufragio

 Regresar a un lugar que ya no existe no es una tarea sencilla. Pretender trazar la ruta perfecta me llevó casi siempre a una isla desierta. ¿Sabés qué es lo primero que muere en un naufragio? Es tu confianza infantil en los barcos. Incluso en los grandes e invencibles, los titánicos. Tus barcos tropiezan en el agua y de repente se vuelven invisibles. Quizás por eso, al querer regresar a ese lugar específico, comprendés que hay una gran distancia entre los recuerdos oceánicos, los afectos atlánticos y el amor pacífico.

Lo que sé es que el paso del tiempo y la falta de intentos de rescate trajeron una pregunta: ¿es cada naufragio producto de un accidente? El hambre, la sed, el sol que quiebra el alma, todo te cuestiona: ¿es realmente inevitable que se suceda otro naufragio? Tus manos aprietan la arena, el cuerpo se debilita, sos el único sobreviviente en una isla llena de ausencias.


Una vez que la esperanza se desvanece, se van agotando las oraciones, y se te terminaron los rituales para cada luna, tu alma se va volviendo menguante, pequeña, desnuda, cansada, viuda de sí misma. Es ahí cuando te convertís en tu última instancia y la frontera de la vida está a una decisión de distancia. Puede parecer raro, pero así es como nacen los barcos. Porque si quedarse es insoportable por el dolor que causa, es justo eso lo que hace irresistible imaginar nuevas rutas. Después de todo, reinventar proyectos es uno de los destinos de aquellos cuyo punto de partida es saber cómo regresar. Cuando el naufragio se convierte en la referencia, todo es despedida, marchas, navegación a ciegas. No hay descanso ni tierra a la vista. Aparece un miedo profundo al agua y no queda otra que dedicarse a flotar.


Será necesario un poco de paciencia hasta que la decisión convierta las palmeras, las lianas y la cola de pescado en algo parecido a un barco. En mi caso, lleva años. Mientras tanto, estoy aprendiendo a hacer fogatas, a escribir en lugares desolados, a bañarme con agua helada y a pronosticar las lluvias con solo chuparme un dedo. Descubrí lugares, cambié de ideas, cuestioné autoridades, estuve al borde del abismo y al borde de mí mismo. Me desconcerté, pero planté un árbol. Me sorprendí a mí mismo y forcé el milagro, inventé canciones y absolví desengaños.


Fue la forma que encontré de detener las tormentas, apagar las fogatas y dormir un poco. 

Tuve suerte de expedicionario, me convertí en mi propio viajero y seguí el faro de los navegantes, de los rescatados, el faro de los ahogados. Así aprendí a vivir como un corsario, para poder defenderme ante cualquier escenario. 


Los viajes enseñaron a Ulises los caminos de regreso a Ítaca. No era infeliz en la isla de Calipso, pero feliz, eso no era. Y el mar, muchachos, nos exige por el espectáculo que nos presenta: que seamos las personas adecuadas para un lugar determinado, listos para ser la persona correcta, en el instante indicado. Estar lejos de lo que se quiere no es lo opuesto a lo correcto. No se trata de una lucha entre lo correcto y lo incorrecto. Ni siquiera es una lucha. Es la necesidad de hacer algo, tu propio algo, acerca de algo cuya creación se convierta en propósito.


Jamás habría descubierto todo esto si no hubiera naufragado.


Adieu!

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