Alto en el cielo
En casa preparamos la cena cerca de las 19:00 Hs. A la media hora ponemos la mesa, sintonizamos una peli y antes de las 20 ya estamos comidos y haciendo sobremesa. A las 9 de la noche apagamos las velas y al poco rato todo el mundo está durmiendo.
Pero hoy no. Son las 23:30 y otra vez estoy despierto. La casa está en silencio y afuera también, pero mi cabeza aún no descansa: los pensamientos son como visitas que se instalan sin permiso y tenés que apagarles la luz para que se vayan de a poquito.
A esta hora todo se siente blando y pesado a la vez. El silencio es espeso pero me gusta; entonces escribo. A veces son cartas que ni en pedo mandaría, otras recuerdos que intento suavizar. La mayoría de las veces, solo giladas volcadas al vacío.
La noche temprana tiene un aire distinto, como si el mundo se guardara algo en secreto para más tarde. Y siempre, casi a la misma hora, escucho el zumbido grave de un avión. Ese sonido me sugiere que alguien está viajando hacia algún lugar, que hay movimiento mientras mi planeta sigue quieto.
Ya no mido el tiempo en minutos, sino en aviones. Uno suele pasar cerca de las 23:05, otro 23:30, otro a las 12 y pico, y así. Salen de Ezeiza y a los 7 u 8 minutos pasan por encima de mi techo. Puedo verlos desde la ventana. Cada motor corta el cielo y se pierde río adentro. Van todos hacia el este. Me divierte pensar que van a Francia, España o al Sahara. Me encanta imaginar a los pasajeros: ¿tendrán miedo? ¿huyen? ¿duermen como si nada?
Mientras tanto, yo me enredo con todo lo no dicho. Poemas que nadie leerá, cartas que nunca envío, historias que quisiera que fueran verdad. Escribo como si al ponerlo en un word pudiera encontrar algo de paz. Pero las horas corren, la medianoche llega, y yo sigo bajando teclas.
Nunca fui bueno para soltar, así que escribo para recordar, aunque duela. Y lo cierto es que temo al día: cuando el sol aparezca voy a tener que estar bien, rendir, sonreír. Pero en esta franja entre las 22:00 y las 2:00 puedo ser bastante real, sin máscaras, sin giladas.
Escribir es como sangrar. Vuelven las ausencias, las versiones de mí que ya no reconozco, el amor que regalé como si no se acabara nunca, las palabras que me guardé. Todo vuelve.
Algunas noches me convenzo de que algo puede cambiar antes de las seis de la mañana. Quizás llegue un mensaje, una señal, cualquier cosa. Y cuando no pasa nada, me repito: “Mañana, quizá mañana”.
Las horas avanzan despacio. Afuera algún perro ladra, algún auto pasa, pero acá adentro sigo en mi pequeño mundo hecho de palabras, de anhelos, y de aviones que cruzan el cielo como canciones de Maná.
Siempre voy a recordar estas noches: la compañía muda de escribir a oscuras, la forma en que el firmamento escucha, cómo la vida sigue allá arriba mientras yo sigo acá abajo, esperando algo que todavía no sé nombrar.
Ya son casi las doce… otro avión zumba a lo lejos… otro desconocido rumbo a algún lado. Y yo cierro los ojos, no porque la espera vaya terminando sino porque ya escribí todo lo que no tenía que decir.
Quizá mañana algo cambie.
Y si no es mañana, será pasado.
Y si tampoco…
espero que me queden suficientes noches
como
para
seguir
intentando.